Condenado un torturador comunista
Tras más de un cuarto de siglo desde la caída de la dictadura comunista, la Justicia rumana acaba de empezar a exorcizar los demonios de un régimen definido en 2005 como criminal e ilegítimo, en un documento oficial de la Presidencia.
Bogdan Matei, 31.03.2016, 14:03
El antiguo comandante del campo de trabajo forzoso de Periprava (en el delta del Danubio, en el sudeste), el octogenario Ion Ficior, fue condenado el miércoles a 20 años de prisión. Los jueces de la Corte de Apelación de Bucarest lo han encontrado culpable de crímenes contra la humanidad. Durante los cinco años en los que lideró el campo de trabajo, de 1958 a 1963, introdujo y coordinó un régimen de detención represivo, abusivo, inhumano y discrecional contra los presos políticos, que causó la muerte de al menos 103 personas.
Según la acusación, los presos de Periprava no tenían asesoría médica y medicamentos, comida y calefacción, y sufrían numerosos castigos, torturas físicas y psíquicas. Los fiscales han destacado también que el régimen impuesto en el campo durante la dirección de Ficior, no aseguraba de ninguna manera las condiciones mínimas de supervivencia a largo plazo para las personas cuyas sentencias de detención superaban los diez años. Ahora, además de los 20 años de prisión, el tribunal ha dispuesto la degradación militar del antiguo comandante del campo de trabajo, que recibió decenas de años una pensión generosa, de coronel, y la obligación de pagar, junto con el Estado rumano, la suma total de 310.000 euros, por daños morales en ocho casos civiles, antiguos presos o descendientes de los mismos.
Ficior es el segundo de unas decenas de torturadores comunistas que aún viven, a los que los investigadores han identificado y a los que la Justicia está enviando a la cárcel. El mes pasado, en un llamativo estreno judicial, el antiguo comandante de la Prisión de Râmnicu Sărat, Alexandru Vişinescu, recibió una condena definitiva de 20 años de cárcel, también por delitos contra la humanidad, tras los abusos criminales cometidos hace más de 50 años. Emblemático, el proceso de Vişinescu trajo como testigos de la acusación a varios antiguos presos políticos, sobrevivientes de los horrores de la prisión, afectados por los años de detención, las enfermedades y los traumas, y como acusado, a un nonagenario aún activo, que intentaba ejercer con los periodistas su antiguo talento de golpear.
El condenar a unos personajes de este tipo, a los que la prensa no vacila en llamar fantasmas del comunismo, tiene un valor de reparación más bien desde el punto de vista moral. Según los historiadores, entre 1944 y 1989, la dictadura comunista, instalada por el ejército soviético de ocupación y perpetuada mediante los sangrientos abusos de la policía política, la Securitate, envió a la cárcel a más de 600.000 rumanos, estudiantes o campesinos, sacerdotes ortodoxos o greco-católicos, políticos demócratas o nacionalistas, industriales u oficiales de la realeza. Para todas estas víctimas, la justicia llega demasiado tarde. Pero, para la sociedad rumana actual, condenar los crímenes del comunismo sigue siendo un deber elemental.